Tenía el corazón repleto de llagas, los labios sucios, el cuerpo vendido, el alma culpable. Me había rendido. No creía, no veía, no sentía. Sólo actuaba, cerraba los ojos y dejaba que anónimos violaran mi vitalidad. Era sin ser del todo. Mis pupilas nostálgicas se derramaban en silencio. Y de pronto, llegaste, sin avisar, sin molestar, sin abusar, sin buscar ni presionar. Sólo, viniste, te sentaste, me miraste y me hablaste de cosas sin importancia. Había olvidado las cosas sin importancia y me las recordaste. Recordé que, antes del diluvio, disfrutaba con todos aquéllos irrelevantes detalles que llenan las mañanas, los mediodías, amaneceres, atardeceres, noches. El placer del refresco, la humeante taza de té, el aire tranquilo, el sonido, el reír, el ruido de las ruedas sobre el asfalto, la melodía de los granos de arena chocando entre sí al son del viento. Joder, qué bien me sentó recuperaros.
Mientras tanto, seguías hablándome. No dejaste de hacerlo y tus palabras terminaron siendo la cálida mano que sanó, y sigue sanando, el corazón de la flor marchita. Hoy, tus besos y voz me arropan cada noche; hoy, el único llanto que pronuncia mi ser, es el de tu ausencia. Así que no me faltes, pequeña langosta, que te quiero.